Hace más de un año que realicé esta fotografía y la redescubrí ayer, en plena limpieza de disco duro de mi ya viejito ordenador. La tomé en Menorca, en el punto más alto de la isla que si no recuerdo mal se llama el monte Toro, y enseguida me enamoré de ella. Me planté frente a ese muro y lo observé detenidamente. ¿Quién lo habrá escrito? Dudo que fuera un grafitero o un macarra con ganas de estropear el mobiliario urbano, tampoco creo que fuera una declaración de amor de algún romántico empedernido.
Así que me imaginé a mi misma, con mi dedo manchado de spray negro, escribiendo cada letra de esa frase. Me imaginé escribiéndolo en cada una de las paredes que hay en este mundo, en todos los rincones, en el suelo, en el techo. Incluso en la espalda de algunos y algunas. Me imaginé ese slogan en las camisetas, en las pegatinas de los coches. Me imaginé a todas las personas de este mundo siendo portadoras de ese gran don y no pude reprimir una lágrima.
Hoy, al volver a ver esta foto, he sentido lo mismo que en ese lugar y me ha hecho pensar en Lucas y Sara. En su AMOR. En ese don que muy pocos conocen de verdad pero que han podido sentir a través de los momentos de esta preciosa pareja. Porque para mí, Lucas y Sara son como un don que apareció en nuestras vidas hace años y que se ha clavado en nuestros corazones para siempre. Son dioses, como los llama mi gran amiga Nur, seres divinos que han sido creados para hacernos más felices.
Para nosotros, el AMOR en mayúsculas nunca volverá a ser lo que era. Jamás. Será mejor, mucho mejor. Y todo, gracias a ellos.