Busco y busco pero no los encuentro. Allí donde mire no veo a Lucas ni a Sara. Ya no están. Ni él ni ella. Se han ido y no sé donde. Tengo los pies paralizados, clavados en la tierra y tampoco puedo correr tras ellos. Podría decir que se han ido para siempre pero mi corazón aún los siente. Lejos, pero lo siente. Les dejó ir tras una fugaz visita a aquella pequeña ermita en el desierto. Y los vio alejarse en aquel descapotable imaginario, tras una nube de polvo y el ensordecedor sonido de las chicharras. Sonrientes, casados y felices.
Allí se quedó mi corazón y mis palabras. En aquel desierto, entre matorrales y serpientes de cascabel. Pero quedó feliz, solo y feliz. Porque logró imaginar un final feliz donde no lo había. Y se lo creyó. Después de esto no he podido ver nada más, ni caldos de pollo, ni sacos de dormir, ni abuelos haciendo el loco... Nada. Ni mi alma ni mi corazón han visto un minuto de esa serie desde entonces. Y no quiero pedir perdón por cerrar los ojos. Esta vez soy ciega porque no quiero ver.