Ya no tengo miedo

Cuando era muy pequeña fui al cine con mis padres a ver la película “El Cuervo”. Era un film oscuro, gótico, en la que la enamorada pareja de protagonistas eran asesinados al comienzo del film. Un año después de su muerte, el amante regresaba de entre los muertos para vengar a su mujer. Aún recuerdo con un nudo en el estómago el final de la película: como un héroe, “el cuervo” consigue vengar al amor de su vida y así descansar en paz.

Es una preciosa historia de amor, trágica, pero que te engancha y no te deja escapar. Como la de Lucas y Sara. Recuerdo que cuando salí del cine estaba tan impactada por lo que había contemplado en la pantalla que mi visión del amor cambió por completo. Era sólo una niña. Y, ¿qué podía saber yo del amor a esa edad? Quizá algunos detalles que veíamos en las películas románticas o en alguna otra serie de televisión adolescente. Simples representaciones de una realidad, unas veces edulcorada otras frivolizada. Muchas, simplemente, falsa.

Puede que esas imágenes del amor que escribíamos en nuestros diarios nos ayudaran a ligarnos a ese primo que tanto nos gustaba o a ponerle ojitos ese “tito” tan guapo e inalcanzable. Es posible que incluso nos creyéramos enamoradas del vocalista del grupo de música de moda que poblaba todas nuestras carpetas o, algo mejor, de aquel chico de la clase que apenas nos hacía caso y que siempre acababa con la más guapa y la más tonta. Pero, ¿era eso amor verdadero? ¿De verdad sentíamos AMOR con mayúsculas o era sólo una ilusión adolescente? Con la película “El Cuervo” supe la verdad. Tenía 13 años.

“Nunca llueve eternamente”, susurra uno de los protagonistas. Y yo entonces le creí. Supe que la vida, la sangre que corre por nuestras venas no estarían ahí para siempre. Que tarde o temprano, moriríamos. Que algún maldito día dejaríamos de respirar y todo se iría a la mierda. Todo. Fue con esa película cuando dejé de ser una niña para convertirme en adulta. Fue cuando decidí cómo vivir mi vida, si disfrutarla o, simplemente, dejar que pasara por delante de mis ojos.

Aprovecha el momento, Carpe Diem, arrepiéntete de lo que haces y no de lo que no haces... Esa es mi filosofía, mi escudo ante el dolor que a veces nos produce la vida, la muerte y todo lo que nos encontramos en el camino. Porque es así como se exprime la vida. Porque es así cuando en el lecho de muerte sonríes al recordar todo lo que has vivido. Porque es así cuando se ama, de verdad, sin condiciones. Porque soy como Sara, porque cuando tengo miedo prefiero correr antes que esconderme en un armario.

Con 13 años dejé de ser una niña. Dejé de tener miedo. ¿Y sabéis por qué? Me di cuenta de que sí, es cierto, la muerte nos acecha a todos pero también existe una sola cosa que nos hace inmortales: EL AMOR. Y, por encima de todas las cosas, el SER AMADO.

“Los edificios arden, las personas mueren, pero el amor verdadero es para siempre”

Otra de las perlas de “El Cuervo”. La frase final, bajo la lluvia, mientras el espíritu del protagonista visita la tumba de su amada antes de volver a su lado. Qué maravillosa frase y qué gran verdad. Fue en ese momento cuando me propuse amar con todas mis ganas, con toda mi garra y pasión. Me di cuenta de que con el amor en tu corazón pueden pasar mil años pero “yo siempre estaré esperándote”. Supe que “si tu saltas, yo salto, si tu te quemas, yo ardo”. Esta niña que os escribe descubrió la fuerza del amor, una sensación que la ha acompañado hasta hoy y que volvió a renacer con más intensidad cuando se enamoró de Lucas y Sara.

Han pasado tantas cosas... tantas. Ni siquiera sería capaz de enumerarlas una a una o haceros un comentario de alguna de ellas. Apenas me queda memoria, ya sabéis que no es mi fuerte. Lo sabéis, lo mío son las sensaciones y mi corazón me dice que Lucas no está muerto. Y lo mejor, que no morirá jamás. Ni lo hará su amor por Sara, ni su mirada, ni sus caricias. Lucas siempre estará ahí porque un amor como el suyo es eterno.

Sé que tenéis miedo de que no vuelva nunca más. Teméis ver llorar a Sara desgarrada por el dolor, que el pollomoco vuelva a rondarla, que olvide a Lucas y la preciosa historia de amor que vivieron juntos... Miedo, miedo, miedo. Simple miedo. Pensaréis que estoy loca pero es que soy así, no lo puedo evitar. Ojala Lucas esté vivo en septiembre, que la boda sea de nuestros niños, que vivan felices para siempre y que podamos ver ese niño que algunos dicen que ya está en camino. Ojala porque, hoy por hoy, no hay otra cosa que desee más en este mundo.

Pero yo no soy de hielo. Yo también sentí pavor cuando observé atónita el falso homenaje que le hizo Antena 3 al final del capítulo. Me dije, ¿pero esto qué es? No me lo podía creer pero tampoco os voy a mentir, al medio minuto ya volvía a sonreír. Soy así. Lo único que podía pensar es en las horas tan maravillosas que ha pasado junto a Sara durante los últimos meses. Juntos, más unidos que nunca, le plantaron cara a la vida. Se arriesgaron, dijeron “¡al cuerno con todo!, juntos “podemos”. Y lo hicieron sin mirar atrás, sin miedo, porque aunque sólo hayan sido dos meses cada instante mereció la pena. Del primero al último. Del principio al final.

Puede que Lucas haya muerto. Nada es imposible. Pero aunque suene egoísta su historia de amor ya se había completado para mí. Ya nada puede acabar con ellos. Ni la muerte. Por eso no tengo miedo, ya no. Con los últimos capítulos me he dado cuenta, más si cabe, de que Lucas y Sara son y serán inmortales. Todo lo que han sentido, todo lo que han vivido juntos... eso jamás se podrá borrar de nuestros corazones. De aquí a la eternidad.